Las
puertas del único cine de la ciudad estaban abiertas de par en par. Tal vez
podíamos escondernos en su interior para despistar a esos aparatos que no
cesaban en sus deseos de aniquilar. Subiendo la rampa a toda velocidad
atravesábamos la vereda. Sin pagar entradas nos adentrábamos por la alfombra
roja en la sala de proyección. Curiosamente la pantalla estaba encendida.
Blanca como Alaska exhibía su inconfundible majestuosidad. Después
de varios minutos podía detener la moto entre el escenario y la primera fila
del patio de butacas que ciertamente irradiaba serenidad. Rita sólo atinaba a
aletear. Santo lugar, habíamos escapado de las máquinas del mal y en buen momento
podíamos gozar de libertad. Efímeramente, pues los drones irrumpían en la sala
con inesperada voracidad.