Un suceso inesperado
me sacaba del sótano. En el terreno de mi patio había una lombriz, pero no era
cualquier gusano, era una lombriz robótica tan larga como una anaconda. No me
preocupaba que abriera surcos en la tierra, ni que destrozara todas las plantas,
me inquietaba que por accidente pudiera hallar aquella araña apaleada que había
enterrado en el fondo del patio. La extraña chatarra era negra como el carbón.
Asomaba la cabeza unos instantes y de inmediato regresaba a su hábitat. Después
de todo en algo nos parecíamos. Una y otra vez emergía de las sombras
subterráneas para destrozar los plantíos, como si se tratara de un
divertimento. Con bate en mano la espiaba desde la ventana del lavadero. Estaba
dispuesto a pegarle un batazo si decidía atacarnos.