Los drones malvados
habían derruido buena parte de mi techado. Por suerte contaba con la
hospitalidad de un sótano resistente, sino hubiera tenido que mudarme a un
hogar desconocido o dormir a la intemperie, con todos los riesgos que eso
implicaba. Ganas de irme no me faltaban. Uno siempre añora vivir en libertad.
¿Tienen una idea de lo que para mí significaba caminar por una vereda
acariciado por la sombra de los árboles? Ya había perdido la cuenta de todos
los días que llevaba en el sótano, encerrado en una jaula cual canario devenido
en mascotita. A semejante confusión súmenle mi creciente preocupación por un
accidente que había sufrido durante la mañana, que para males había terminado
abriéndome una herida en el muslo derecho. Se estaba infectando, no contaba con
gasas ni elementos que pudieran sanarla. Había querido dirigirme al baño en el
preciso momento en que un drone sigiloso circulaba por la planta baja a pocos
metros de mis orejas, no teniendo mejor idea que arrojarme sobre la superficie
polvorienta del pasillo que conducía al living-comedor, cayendo sobre un hierro
retorcido que poco antes servía de cimiento. Si la herida empeoraba tenía que
acercarme al hospital. Contaba con una moto eléctrica en buen estado. Encima
una fiebre maldita elevaba mi temperatura corporal. Tal vez podía trasladarme
cuando anocheciera, momento sagrado del día en que esas cosas parecían descansar.
¿Descansaban? No lo sabía pero cada vez que la noche caía, volvía un poco la
paz. Quizá podía aprovechar la luna nueva. Mi moto eléctrica era bastante
silenciosa. Por cierto prefería morir combatiendo contra las máquinas con inteligencia artificial.