Con mucha cautela
había logrado rodear el establecimiento hasta encontrar una ventana a medio
cerrar en la parte trasera del hospital. Me había sentado en la silla
reclinable de una oficina, frente a un escritorio que tan solo albergaba un
velador. Lo encendía. Después de mucho tiempo volvía a contemplar el poder de
la electricidad. La habitación medía unos quince metros cuadrados. Casi no
había muebles, más allá de una biblioteca, repleta de libros. La puerta de
salida estaba cerrada. Sin embargo cualquiera podía abrirla, era por eso que la
había trabado con tanta ansiedad. Una ventisca pasajera atravesaba la ventana y
masajeaba mi nuca. Necesitaba una gasa, un jabón quirúrgico y algún que otro
antiséptico que salvara mi pierna de una gangrena. También analgésicos que
calmaran mi dolor de cabeza. No quiero mentirles: no me atrevía a traspasar la
puerta que suponía debía conducir a un pasillo. El bate descansaba en mi
regazo. Rita me esperaba desde la casa vecina. No podía traerla conmigo. En
silencio me concentraba para incorporarme y desafiar aquellos miedos
implacables que me impedían avanzar.