11:15 de la
mañana. Alguien golpeteaba en la puerta. El responsable de los puñetazos era un
policía. Al verme salir me preguntaba si estaba listo para la partida. Yo asentía
con la cabeza. No podía hilvanar una palabra. En mi espalda cargaba la mochila.
Por cierto pesaba menos que mis zapatillas. El reloj de pared marcaba poco
menos de las veinte. Se había quedado sin pilas. El colectivo estaba repleto de
pasajeros. Todos mis vecinos estaban dentro. Tenían las miradas tensas.
Metiendo la llave en la cerradura cerraba la puerta. Me habían reservado el
último asiento de la fila derecha. Por suerte daba con la ventanilla. En el
asiento contiguo estaba sentado un señor canoso, sesentón, que curiosamente no
conocía. Con la mirada extraviada tomaba asiento. La mochilla caía en mis rodillas.
El colectivo circulaba. No se oía nada, ni siquiera un suspiro. Tenía un temblor
en las piernas. No hacía frío. Estaba tiritando de nervios. Sigilosamente contaba
hasta diez. Corría la ventanilla. Llevando el dedo índice a mis labios
perseguía un pacto de silencio. En su complicidad el señor me guiñaba el ojo derecho.
En cuestión de segundos traspasaba mi cuerpo. Saltaba. Mis pies caían en la
cinta asfáltica. Había logrado escapar del éxodo, sin la mochila pero no
importaba porque en su interior no llevaba nada, tan solo un diario Clarín de
cuando no había problemas.