Amanecía.
Estaba inquieto. Había dejado a Rita en el suelo. Los cinco dedos de mis manos
se aferraban al bate de béisbol. Aquel palo cilíndrico, estrecho en la
empuñadura y grueso en el extremo opuesto, constituía una extensión de mi
cuerpo. No pensaba soltarlo ni aunque me amputasen los dedos. Atravesaba un
momento crucial, decisivo. Mordiéndome los labios aguardaba el aciago
encuentro: la araña mecánica se arrastraba por la escalera y su sombra tétrica
se adentraba por el acceso que dejaba la puerta entreabierta.