Tres días enteros
me habían bastado para decidir mi retorno a la calle. Se suponía que no había
quedado nadie. No estaba errado, la ciudad era un desierto. Imaginen el pueblo
donde viven, sin nadie a la vista, ni siquiera un puto drone. Cual aprendiz de pirata
trasladaba la paloma en mi hombro izquierdo. A propósito mi compañera se
llamaba Rita. Recorriendo la plaza me detenía bajo la sombra inmensa de un
árbol frondoso. Me quitaba el pantalón. Se me había antojado caminar en ropa
interior. Juro que lo disfrutaba. Tal vez necesitaba sentirme diferente. Cruzada
la plaza arribábamos al supermercado. La puerta de acceso estaba cerrada. En la
vereda había una piedra. ¡Crash!, la puerta corrediza en cristal templado era
cosa del pasado. Todas las góndolas me pertenecían. No había cajeras. Tampoco
tipos musculosos que me echasen a patadas. No necesitaba dinero. Tampoco
tarjetas de crédito. Saciaba mi sed con Coca Cola. Comenzaba una y de inmediato
destapaba la otra, sin siquiera terminar la primera, y comía cualquier cosa,
sobre todo productos que no necesitaban frío. Las migas las compartía con Rita.
Éramos felices. No me importaba robar, los tiranos nos habían saqueado las
esperanzas.