Se acercaba la
navidad y yo seguía aislado. Más que celebrar el nacimiento de Jesucristo me
importaba salir a la calle, caminar por una plaza o dejarme llevar por una
brisa cálida hasta que mis piernas dijeran basta. Pasar los días en el sótano
me mortificaba demasiado. Me sentía un presidiario, en una celda claustrofóbica,
ni siquiera podía salir al patio, a no ser para enterrar aparatos cuando la
noche caía y los drones no podían causarme daño. La lombriz había dejado un
hoyo en el suelo del sótano. Con una heladera en desuso había logrado taparlo.
Me las arreglaba con poco. En mi garaje estaba la moto eléctrica, contaba con
suficiente energía como para trasladarme varios kilómetros. En una mochila
había metido varios objetos que podían resultarme útiles en caso de necesitarlos.
Ya no sabía lo que el destino podía depararme, motivo por el cual tenía que
estar preparado para todo. Por cierto estaba un poco paranoico. Hasta me
costaba defecar, cada vez que apoyaba las nalgas en la tabla del inodoro alucinaba
con bichos extraños circulando por las cañerías en busca de mi ano. Era muy
difícil mantener la calma. Mi barba había crecido demasiado. El cabello ya
sobrepasaba mis hombros. Parecía un mono. Tenía una tijera pero no me importaba
embellecer el rostro, me preocupaba tener que padecer el encierro dentro del sótano.
Ya casi no me quedaban uñas en los dedos de las manos.