Minutos antes
de que el crepúsculo cayera, ocurría algo indeseado: decenas de drones
golpeaban el techado de mi casa para sumirme en la más profunda desesperanza.
Había logrado avistarlos desde la ventana que daba con el patio. Como kamikazes
caían con estrépito para estrellarse, frenéticos de rabia. Cada estruendo me
martillaba el alma. Aquellas cosas estaban demoliendo mi casa. El cielo parecía
un lago contaminado. No había nubes, tan solo aparatos por todos lados ansiando
atormentarnos. Como no podía ser de otra manera, el sótano nos servía de
resguardo. Rita estaba exaltada. Con mis manos intentaba calmarla pero no
lograba apaciguarla. Por supuesto, el bate me acompañaba. ¿Qué buscaban los
alados tiranos? ¿Acaso pretendían intimidarnos? Tal vez perseguían infundirnos pánico
para que nos entregáramos. Si nos rendíamos nos comían los gusanos. ¿Y si tan
solo se trataba de un entretenimiento? Después de todo nos divertirnos con
juegos macabros. Con los ojos cerrados pensaba en mi madre para recuperar la calma.
La extrañaba más que la esperanza.