Tras esconder
la araña debajo del escritorio, volvía a recorrer el pasillo en busca de la medicina
tan necesitada. Rengueaba pero mi herida abierta me impulsaba a continuar. Tan perturbado
había quedado que en lugar de subir por el ascensor bajaba por la escalera.
Siempre es menos dificultoso descender cuando uno presenta limitaciones en la
movilidad. Algo me decía que los medicamentos estaban depositados en el
subsuelo. Recorrida la escalera circulaba por un pasillo menos luminoso que el
anterior. A unos cinco o seis metros había una puerta a medio cerrar. De su
interior salían ruidos extraños. Me detenía a un lado de la puerta para ser
testigo de un suceso tan inesperado como aterrador: dos hormigas, las mismas
que había visto en la entrada del hospital, reparaban los desperfectos
mecánicos de un aparato postrado en una camilla. Yo los observaba desde el
pasillo, con los ojos desorbitados. Introducían sus patas en el interior de un
aparato completamente despedazado. Definitivamente se creían seres humanos. Alterado,
me echaba a andar. En la última puerta del pasillo había un depósito. Para mi
bienestar estaba repleto de medicamentos. Tenía que hallar lo que buscaba antes
de que las primeras luces del día me impidieran regresar a mi hogar.