Dos días
después los drones reaparecían. Como nubes espesas encapotaban el cielo azulado
y me impedían ver el sol. Un techo negro envolvía mi triste mirada en la más
profunda oscuridad. La media tarde se hacía atardecer. Para males, bajando las
persianas que daban a la calle, me quedaba estupefacto ante la irrupción de
unos aparatos con patas, similares a las arañas. Me llegaban a la cintura. Circulaban
por las veredas con total naturalidad. Ojearlos causaba pánico. Tanto era así
que retrocediendo tropezaba con la pata de la cama y de espalda caía al
alfombrado de la habitación. Me había golpeado, pero había logrado bajar las
persianas. Estaba desconcertado. Ni siquiera quería encender las luces del
hogar. Tampoco usar el teléfono. Estaba condenado a convivir con el miedo y la
oscuridad. En aquellas calles no había gato encerrado sino horrendas arañas que
no podía asimilar.