Intentaba no
salpicar la tabla del inodoro, por el momento no tenía pensado orinar en la
oscura superficie del sótano. Los ruegos desesperados del perro resonaban en
todos los azulejos del baño. Claramente lo estaban lastimando. Reingresando mi
pito en el jean corría en dirección a las persianas, las mismas láminas que comunicaban
con la calle. Mi bragueta seguía abierta. Un chorrito de orina recorría mi
pierna derecha. No me importaba, había orinado con prisa. Un can negro, con
manchas blancas a lo largo de su lomo, yacía herido en mi vereda. Cuatro arañas
robóticas perforaban su panza con unas extremidades metálicas y puntiagudas
como lanzas. La sangre formaba un charco rojo a su alrededor. El desventurado
perro agonizaba, lo estaban ejecutando. Ya estaba curado de espanto. Es
increíble como uno puede adaptarse a situaciones repulsivas. En tiempos pasados
nuestros antecesores convivían con fieras salvajes dispuestas a batallar con
tal de subsistir. Quitándome el sudor de la frente con los antebrazos volvía a
mi sótano, sabiendo que si esos aparatos fuesen humanos al menos serían
carniceros.