Nos reponíamos
del cansancio cuando a eso de las cuatro de la mañana comenzaba a trepidar la
superficie del sótano. Confundido, encendía la linterna. Rita revoloteaba por
encima de su nido. El piso se agrietaba. Mi respiración se entrecortaba. El
colchón se desplazaba a un lado. Me paraba. El piso estaba frío, me había
quitado las medias para descansar en mi lecho. Tambaleaba. Por cierto me
costaba mantener el equilibrio. Repentinamente un pico similar al de un taladro
asomaba en el suelo resquebrajado. Apuntándole la linterna advertía que se
trataba de la lombriz robótica, la misma porquería que había surcado la
superficie del patio. Tan negra como la muerte, seguía saliendo. Sin pensarlo
lanzaba mi primer batazo, un golpe certero, violento y demoledor que de hecho
la tumbaba al suelo. El impacto había sido tan preciso que ni siquiera reaccionaba.
¡Hija de puta!, la insultaba, lleno de odio. Temiendo un engaño, mantenía la
distancia y seguía aferrado a mi bate en posición de ataque, pero el aparato
permanecía estático, tanto fue así que al cabo de una hora finalizaba su
entierro en el fondo del patio, a un lado del otro aparato. Mi terreno se estaba
convirtiendo en un cementerio de chatarras detestables.