Pasadas las
cuatro de la tarde seguía con la mirada puesta en el cielo negro de los drones,
porque aquel cielo les pertenecía. El sol ya no se veía. La paloma estaba en la
cocina. Prácticamente no se movía. La alimentaba con lo poco que tenía: las
migas de un pan duro como la piedra que ya llevaba varios días en la mesada de
la cocina. Y eso que en un primer momento pensé desplumarla para comerla. En
fin, era mi compañera. Alguien golpeaba la puerta con insistencia. El timbre no
funcionaba, la electricidad seguía cortada. A paso rápido me acercaba para ver de
quién se trataba. Del otro lado se presentaba un policía obeso, calvo y con un enorme
lunar en la mejilla. Hablaba apresurado, como si alguien lo presionara a
realizar los actos con ligereza. Me había ordenado que la mañana siguiente
tenía que retirarme, que a las once un colectivo pasaría a buscarme, y que tan
solo podía llevarme una valija con las pertenencias que quisiera. Me había
quedado perplejo. Cuando quise despedirlo ya se había retirado. Ni siquiera me
había saludado. Era una injusticia, me estaban echando de casa, con todo el
trabajo que me había costado edificarla. Los drones perversos habían llegado
demasiado lejos.