Un par de
horas me habían bastado para asegurarme de que la lombriz no resultaba una
amenaza. Se había perdido de vista. Si la suerte me acompañaba la araña maldita
seguiría yaciendo en soledad. Caso contrario corría riesgo mi existencia. Un
tanto relajado me adentraba en mi sótano. Rita seguía en su nido, tranquila.
Por cierto no se había enterado lo que había sucedido en el patio. Estaba
reflexivo. Mi vida presentaba demasiadas similitudes con la de los
cavernícolas. Me defendía con un bate de béisbol, me refugiaba en un sótano.
Ellos se defendían con garrotes y vivían en cuevas, tal vez tan húmedas como la
mía, y en todos los alrededores había fieras, dispuestas a masacrarnos. La vida
me estaba aleccionando. No volvería a ser el mismo de antes.