Cuánta confusión,
no podía descansar. Mi reloj pulsera marcaba la una de la madrugada y yo seguía
tenso, con la mirada puesta en la puerta de acceso a mi vulnerable hogar, completamente
paranoico, echado en el piso, temiendo una invasión. No había encendido la luz.
Reinaba la oscuridad. Algo estaba sucediendo en la casa de mis vecinos, en la otra
acera, frente a esa puerta que no podía dejar de vislumbrar. Se oían estruendos,
como si alguien persiguiera derribar un portón. No quería espiar. Temía
enloquecer de verdad. Estaba desarmado, tiritando de miedo, con Rita entre mis
manos, acariciando su confinada libertad. Encima tenía hambre, no paraba de
reprocharme no haber traído más alimentos del supermercado. Había escogido productos
innecesarios. Maldiciendo mi existencia, pensaba un lugar donde esconderme en
caso de que esas criaturas decidieran entrar por la fuerza en mi indefenso
hogar. Tal vez el sótano podía resguardarnos. Mi vida se había convertido en un
verdadero calvario difícil de sobrellevar.