Mi reloj
pulsera marcaba las tres y cuarto de la madrugada. Lo que no tenía que ocurrir
desgraciadamente sucedía: al menos una araña mecánica había derribado la puerta
y ya exploraba mi casa. Se oían sus torpes movimientos. También algunos
estrépitos de su paso destructor. ¡Maldita chatarra, destrozaba mis pertenencias!
La impotencia me inmovilizaba, escondido en el sótano como una rata. Rita me
acompañaba. No podía abandonarla. La humedad me hacía sudar. Tan aterrado
estaba que me había ocultado detrás de unas cajas abarrotadas de revistas.
Apenas una pequeña abertura me permitía echarle una mirada a esa escalera de
madera que nos había adentrado en el ambiente subterráneo. La puerta del sótano
había quedado entreabierta. No recordaba dónde carajo había dejado la llave. El
aparato con patas me había tomado por sorpresa, justo en el momento en que me
paraba para orinar. El aire estaba viciado, me costaba respirar. Además estaba
agitado. Rezar una oración no tenía sentido, si hasta Dios estaba lejano.
Apoyando la espalda en la fría pared me limitaba a esperar, con la respiración
entrecortada.