Más allá de mi
rudimentario sistema de seguridad, no podía dormir sin antes conseguir un poco
de comida. Era así como, minutos después de que el sol se pusiera, invadía la
casa vecina. Como era de esperarse, había sido abandonada. Sin embargo cada
mueble estaba en su lugar, y como si eso no fuese extraño, en buen estado.
Ninguna máquina dañina se había adentrado en la casa para destruirla. Hasta el
baño olía a perfume, pero en el altillo había alimentos, que era lo que
necesitaba. Probablemente había sido el sitio que mis desahuciados vecinos
habían elegido para resguardarse de los tiranos. Pese a tanta normalidad, no
contaba con ambientes subterráneos. Poco después de las dos volvía a mi sótano,
con la panza llena y unas cuantas provisiones que en cierto modo renovaban mis rebajadas
esperanzas.