Continuábamos circulando por las calles despobladas.
Vaya extrañeza, los drones no acechaban. Misteriosamente la ciudad nos
pertenecía. ¿Dónde estaban? No tenía sentido conjeturar alguna cosa. Las
chatarras eran tan desgraciadas que cualquier sospecha podía jugarnos luego una
mala pasada. Sofía no decía nada, tan solo me escoltaba. Su silencio me
apenaba, había perdido la casa. Yo la observaba por el espejo retrovisor. Sus
cabellos al viento embellecían las facciones de su cara. Era tan bella que si
tenía barro no importaba. Cualquier mortal hubiera querido besarla. ¿Para qué
ocultarlo? Me excitaba, pero estábamos solos en una república usurpada. Sin
decirle nada la llevaba al área suburbana. Rita aleteaba en mi mano sudada. Eso
me tranquilizaba. Mi moto ya presentaba fallas mecánicas. A unos trescientos
metros estaba el cementerio. Tal vez podíamos adentrarnos en la ciudad de los
muertos para cargar las baterías y en paz conciliar el sueño. Los zombis han
sido siempre personajes imaginarios.