El drone acortaba distancia. Astor seguía arañándome en el
seno que formaban la camisa y mi pecho sin consuelo. Los botones resistían la
presión ejercida. Siempre con la mochila puesta, elevaba el brazo derecho por
encima de mi cabello. ¡Qué tontería, estaba buscando el bate de béisbol! Ya no
contaba con aquel madero. Sobre la calzada había cascotes que podían ser recogidos.
Cogía uno y adelantaba algunos metros. Me ubicaba por encima de la moto. El
drone volaba más rápido, con destino directo a mis sesos. En sus extremidades
delanteras llevaba estoques, como los que usan los toreros para matar por
aburrimiento. Mi cerebro calculaba el tiempo que demoraría en perforarme el cuerpo.
Se encontraba a muy poca distancia. Estimaba no más de diez segundos para el
choque violento. Regresivamente, comenzaba a contarlos: ¡5, 4, 3, 2, 1, 1, 1 y
0!, lanzaba el cascote. Había fallado. Preso del pánico, buscaba un palo. De
pronto oía un estruendo. El aparato asesino había sido tumbado al suelo. A
nuestro lado izquierdo yacía entre los escombros de un edificio. No se movía.
Una de sus patas se había desprendido. Me sentía un ser supremo, pero yo no lo
había abatido. Además un mosquito acababa de picarme en el pómulo izquierdo.
Desde el tronco de un árbol asomaba una fémina, tal vez la más bella que mis
ojos habían descubierto.