Su casa era modesta. Pintada de blanco, se estaba
decolorando. Tan solo contaba con una puerta de madera, escoltada por dos ventanales.
Como era de esperarse, tenían las persianas bajas. Por el portón de un garaje ingresaba
la motocicleta. Había sacado el gato de mi camisa. A propósito me había arañado
todo el pecho. Ella cerraba el portón y de inmediato lo aseguraba con un barrote
de hierro. De su espalda colgaba la escopeta. No podía dejar de mirarla. Era una
joven esbelta.
— ¿Te gustaría darte una ducha? —me sorprendía con una
sonrisa.
—Entiendo que luzco cual pordiosero, por lo tanto, acepto
sin impedimentos.
Reíamos como niños. Sus labios carnosos me tentaban a comerle
la boca. Estaba enloqueciendo, éramos dos desconocidos. Tenía los dientes muy
blancos. Por cierto sus pechos erguidos me estaban afiebrando. Dando media
vuelta comenzaba a circular por un pasillo. Tenía que seguirla. A mis espaldas,
el gato hacía lo mismo. Estaba olvidando a Rita, pero no me había quitado la
mochila de encima.