La
tarde cedía para que el crepúsculo se impusiera con vehemencia, sobre un cielo
azulado que de tanta agua se había lavado hasta parecer una acuarela. Inmóvil, permanecía
callado en mi cueva, no podía estar en otro lado, escondido en las mismas cajas
acartonadas que me habían resguardado de las chatarras. El gato masticaba el
poco alimento que me había quedado en las conservas, en el segundo escalón más próximo
a la puerta. Comía atropellado, cual desdichado tras abandonar su dieta. No se
percataba de mi presencia. Yo lo observaba y me regocijaba. Había sacrificado
mi comida en un gesto de grandeza. Rita descansaba entre mis manos, no quería
que lo viera. Los gatos suelen ayudarnos y sin embargo nunca nos enteramos,
probablemente porque no aprendieron el abecedario. ¿O sí? Ellos ronronean. Mi
querido gato movía la cola para todos lados. Si en lugar de cola hubiera tenido
alas hubiese despegado. Por momentos erguía la cabeza y bostezaba, cansado.
¿Sabían que los gatos duermen no menos de 16 horas diarias? ¿Y que aún dormidos
están atentos a los estímulos? Nunca parecieron animales, probablemente sean sagrados.
Para los cristianos eran mamíferos satánicos. Seguía morfando con una voracidad
exagerada. No cultivaba los buenos modales, no le interesaba. En su reino la
fineza siempre ha sido despreciada. De pronto apuntaba sus ojos hacia la puerta.
Apenas respiraba, no quería que me descubriera. La paloma no veía nada, con mis
manos sudadas la amurallaba. Me importaba que el gato tomara confianza y
supiera que aquel plato no había brotado de la naturaleza. Ya llevaba no menos
de quince minutos mascando. Lo necesitaba a mi lado. Sirviéndole alimentos
podía entretenerlo todo el tiempo que quisiera, o hasta que su estómago
ejerciera resistencia. Si tan solo hubiera sabido que valoraba su presencia. Lo
sé, estaba enloqueciendo, pero podíamos ser grandes amigos, a no ser que
decidiera ignorar mi amistad sincera, pero si había regresado era porque le agradaba,
o al menos le inspiraba confianza. Finalmente lamía el fondo del plato. Todo
parecía indicar que ya se había saciado, porque bajaba por la escalera. Me
escondía, no quería que me viera, el brillo de mis ojos podía ser hallado. Por
cierto el techo estaba cubierto de telarañas. Contaba hasta diez. ¡10!, regresaba
la mirada a la escalera. El gato negro había desaparecido, tal vez en busca de
nuevas aventuras. ¡Hasta pronto!, murmuraba y soltaba a Rita, temiendo un ahogo.