Cuatro
días larguísimos y el gato no aparecía. El sol salía, entre tenues lloviznas. El
lado positivo: no había drones a la vista. Tenía ganas de subir a la moto y por
las calles andar sin dirección fija, pero si no diluviaba no salía. ¿Qué sería
del felino? Si tan solo hubiera podido oír sus maullidos. Un trueno violento
resonaba en el cielo. Y luego otro. Mi aspecto desaliñado lastimaba mis ojos.
Me había mirado en un espejo rescatado entre los escombros. La barba de varios
días cubría parte de mi rostro. Mi cabello ensortijado ya sobrepasaba los
hombros. Lucía como un simio. De más está decir que descuidaba mi aspecto, pero
la herida de mi muslo estaba cicatrizando. Repentinamente oía un maullido. Era
la voz del gato, que desde ese día se llamaba Astor.