No me daba pudor andar en pelotas, pero primero tenía que agarrar
a Rita. Tras unos intentos fallidos lograba cogerla con la mano derecha. El
gato seguía esperando a un lado de la puerta. Su apego no me causaba extrañeza.
La luz se cortaba con un nuevo estruendo. Estupefacto, me mordía la lengua.
Algo inmenso había golpeado la casa por encima de nuestras cejas. Parte del
techo se desmoronaba. En esos instantes reaparecía Sofía con una linterna. Sin
decirme nada me la lanzaba para que la cogiera. A pesar de tener ocupada la
mano derecha lograba atraparla con la izquierda. Estaba armada. En su mano
derecha portaba la Ithaca. ¡Vayamos al garaje!, voceaba sin mostrarme la cara.
No me salía una palabra. El techo vibraba cual cuerda de una guitarra. ¡Vamos,
Astor!, le decía al gato como si acaso comprendiera. Él nos seguía con la
cabeza gacha, tal vez porque había descubierto la presencia de la paloma en mi
mano tensa.