Unas
horas después, a unos veinte o treinta metros de mi sótano, dos drones se
batían en duelo. Estupefacto, contemplaba el combate desde la escalera. Que dos
aparatos se autodestruyeran era un regalo del cielo, tan insólito como
placentero. Tomaban distancia, se quedaban quietos y de pronto a toda velocidad
colisionaban de frente para reducirse a fragmentos más pequeños. Parecían dos
gallos en una riña sangrienta. Otra vez lo hacían de nuevo, se distanciaban
para intimidarse y reiniciaban el mismo enfrentamiento. A toda máquina acortaban
distancia y de pronto ¡PLAF!, se estrellaban con gran estrépito. Uno de los
drones perdía una pieza de gran tamaño. La pieza caía en la superficie de mi
terreno. Se debilitaba, perdía vuelo. ¿Dónde estaba el gato? Era mejor que no
apareciera. Lentamente iba cayendo. El otro drone se mantenía estático, desde
lo alto parecía estudiar su comportamiento. Finalmente caía en mi patio. Estaba
incrédulo. ¿Por qué habrían de pelearse? El drone triunfante se perdía de vista
entre los techos. No tenía pensado enterrar ningún aparato infame y maléfico.