Sin destino, circulábamos. Tomábamos una calle, y luego
otra, como si alguien tuviera que perdernos de vista. Para nuestra calma la
soledad nos escoltaba. No había drones. Tampoco aparatos terrestres. La ciudad
había sido arrasada. Eran pocas las edificaciones que no habían sido derribadas.
Y amanecía, los primeros rayos solares aterrizaban, demostrando que el amanecer
seguía siendo majestuoso. Teníamos que refugiarnos. Extenuado, detenía la moto
frente a un templo católico. Sin bajar de las motocicletas subíamos por una rampa
que conducía a la puerta principal. Con la moto encendida, caminaba un par de
metros hasta llegar a la puerta y comprobar que podía ser atravesada. Despacio,
nos adentrábamos por la nave principal, entre dos columnas de filas de bancos
que a su vez eran sucedidas por naves laterales. Curiosamente todas las luces
estaban encendidas, como si una ceremonia hubiese sido interrumpida. No había
destrozos, tal vez un poco de polvo. En absoluto silencio acortábamos distancia
con el altar, por un piso alfombrado en perfecto estado. Al llegar al altar descubríamos
que en el piso había un cristo de mármol, de unos dos metros de alto. Alguien
lo había bajado de la cruz. Le faltaba la pierna derecha. También el brazo
izquierdo. En su reemplazo había un aparato, ¡estábamos en presencia de un drone
crucificado! Perplejo, la miraba a los ojos. “A menos que quieras enviarlo al
infierno, deberíamos retirarnos”, le decía, molesto. Sin persignarnos nos
alejábamos, con el mismo desarraigo que padecía el crucifijo.