Esa
misma noche percibía un nuevo temblor bajo las suelas. El techo de mi sótano
resistía cual boxeador entre las cuerdas. Nuestro tiempo era límite. El temible
aparato invadía la superficie de mi patio. Oía sus pasos, me dejaban patitieso.
Había logrado verlo de cerca: presentaba una cola y era inmensa. Nuestras vidas
peligraban. La bestia había reaparecido mientras conciliaba el sueño. Mi moto
eléctrica ya estaba lista para la partida. Tenía poca batería. Lo suficiente
como para alejarnos de semejante martirio. La intuición me había convencido para
que buscara las persianas de madera y luego las instalara por encima de la
escalera. Por esa rampa podían circular mi moto y las muchas esperanzas que aún
me quedaban. No quería morir aplastado. Prefería fenecer de otra manera. Sentía
pena por Astor. No reaparecía. Además de las penas, en la espalda cargaba la
mochila. En su interior llevaba a Rita. Me entristecía tener que abandonar mis
pertenencias. A punto de acelerar oía maullidos. Arribaban desde la escalera.
Sólo le pedía a Dios irme con Astor a donde el destino quisiera.