sábado, 20 de febrero de 2016

DRONES, LA INVASIÓN (EPISODIO #66)


No llovía, justo cuando el cielo tenía que arrojarnos su saliva, la luna resplandecía. La vereda de mi casa parecía una escombrera. A mi lado izquierdo, en la esquina más lejana, dos arañas mecánicas recorrían la calzada. No me atrevía a desafiarlas, entonces maniobraba en sentido opuesto y aceleraba, en el preciso momento en que el dinosaurio arrimaba sus patas delanteras para triturarnos. Unos instantes más, detenidos en aquella vereda, nos hubiese convertido en una lámina de carne sangrienta. Rita no daba señales de vida. Presumía que seguía metida en la mochila. En todas las inmediaciones había árboles descuajados. Era un horror, casi todos los hogares habían sido derribados. La iluminación escaseaba. Conducía con mucho cuidado, sabiendo que un mero error podía costarnos muy caro. Arribábamos a la primera esquina. Como era de esperarse estaba sin vida. Tenía que elegir una vía. No girábamos, seguíamos avanzando por la misma cinta asfáltica. Había escombros por todos lados. Muchos superaban las veredas, pero no había aparatos a la vista. Tampoco drones en el cielo estrellado. Misteriosamente habían desaparecido. El velocímetro marcaba que ya habíamos sobrepasado los treinta kilómetros por hora. Demasiada velocidad para una calle tan obstaculizada. La casa de mis tíos había sido devastada. Mis recuerdos se desplomaban. Repentinamente un drone sorprendía desde la nada. Lo teníamos encima. Yo aceleraba y el maldito nos igualaba. No podíamos rebasarlo. Parecía una carrera urbana pero muy macabra. Astor me arañaba el pecho. Superábamos los cincuenta kilómetros por hora. En buen momento el drone comenzaba a perdernos pisada. Suspiraba, sin embargo no cantaba victoria, esa cosa malvada no se rendía pese a que le habíamos sacado mucha ventaja. El tablero eléctrico alertaba que la moto se estaba quedando sin energía. Ya lo sabía. No podíamos detenernos. Aborrecía aquella chatarra, no podía tolerarla. Frenético de rabia, frenaba.