Había
parado de llover. Con el diluvio habían caído no menos de cien milímetros.
Tanto fue así que por momentos recordaba a Noé. El agua de lluvia avanzaba cual
cascada por la escalera y sin permiso buscaba meterse en mi sótano. Apilando unos
cascotes en los primeros escalones frenaba su paso. Los drones invadían el
cielo. Esos aparatos padecían la lluvia, le tenían pánico, pero la naturaleza
siempre ha sido muy sabia. Secando el piso con un pantalón andrajoso descubría
la presencia de un gato. Recorría la pared medianera de mi patio. Era un felino
de pelaje negro que nunca había contemplado. Por momentos giraba el cuello para
fijar su mirada enigmática en mi sótano. Yo lo observaba atentamente, tieso entre
los escombros. Tan solo anhelaba tocarlo. Para lograrlo tenía que atraerlo,
despertar su interés por mi ambiente subterráneo. Tal vez podía servirle comida
en un plato. En la casa de mi novia había conseguido leche en polvo. Pese a que
Rita podía terminar en su estómago, necesitaba la compañía de ese gato.