Atravesando una cocina, me enseñaba la puerta del baño.
Agradecido por su acogida, me adentraba con mucho entusiasmo. Sentado en una
banqueta me quitaba la mochila para liberar a Rita. Pobre criatura, se estaba
asfixiando. Tanto era así que al sacarla tambaleaba como un borracho. Del otro
lado de la puerta se oían los maullidos de Astor. No podía adentrarlo, si lo
hacía peligraba la vida de Rita. No sé por qué pero había trabado la puerta. Me
estaba orinando. Levantando la tabla embocaba el chorro en el inodoro. A veces
tengo la costumbre de estimar cuántos litros estoy orinando, sólo en
situaciones de urgencia como la que me estaba aquejando. Sacudía mi pene para
expulsar las últimas gotas, estimando que un litro de orina ya recorría
las cañerías. A mi lado derecho había un lavatorio. Como todos los sanitarios, tenía
brillo propio. Del otro lado estaba la bañera. Una cortina a medio cerrar me
invitaba a desarroparme bien rápido. Había jabones, y tarros con champú y cremas
de enjuague sobre un estante fijado en la pared de la ducha. También una
esponja con forma de corazón que no pensaba tocar. Enjabonando mis manos en el
lavatorio aprovecha la ocasión para expeler una ventosidad por el ano, pedo
potencialmente sonoro que exitosamente había silenciado. Además de los
maullidos se oían pasos. Si me daban a elegir, entre la anfitriona o el gato, me
quedaba con ambos. En aquel mundo abandonado, dominado por aparatos
despiadados, no podía resignarme a las circunstancias. Con los pies puestos en
la bañera, descubría la presencia de un ratón, que al verme llegar trepaba por la
loza como si acaso hubiera visto un gato.