Unas
nubes oscuras encapotaban el cielo y lo pintaban de gris. Restaban cinco
minutos para las cinco, de una tarde feliz, porque llovía a cántaros, el agua
de lluvia regaba mi parque y ningún drone en las alturas. Los caracoles
desarrollaban sus cubiertas defensivas, como Rita y yo, que pasábamos nuestros
días atrincherados tras un sótano. Entre escombros, me había sentado en el
tercer escalón que conducía a nuestro refugio. Necesitaba lavar los miedos, además
del sudor. Los drones habían desaparecido como si el agua de lluvia los
oxidara. Vaya bendición. Se suponía que contaban con cápsulas herméticas por
donde no podía filtrarse ni una sola gota de agua. Y si tanto les aterraba la
lluvia, ¿cómo podía una lombriz mecánica desplazarse bajo tierra? La lluvia se
filtra en la tierra, formando napas subterráneas. Estaba intrigado, pero ya
conocía el punto débil de esos desgraciados. Esa sustancia líquida, sin olor, sin
color ni sabor, tan vital para nosotros, limitaba las fuerzas destructivas de
los tiranos.