Sofía me hablaba. Estaba ensimismado. No le respondía. Después
de todo ya había trabado la puerta del baño. El indefenso ratón necesitaba ser
auxiliado. Estaba dispuesto a socorrerlo sin siquiera tocarlo. Podía morderme y
transmitirme la rabia. Tenía que ser cauto. Bajaba la tabla del inodoro. Relajaba
las nalgas. Rita revoloteaba entre mis piernas cansadas y la grifería del
lavabo. Tal vez para demostrarme que seguía viva. Si abría la puerta terminaba
en los colmillos afilados del gato. Oyendo sus maullidos, sospechaba que podía
hacerle daño. Sofía se había retirado. En la pared de la bañera había una
ventanilla. Estaba abierta. Por esa abertura había caído el ratón. O no. No era
adivino. A mi lado derecho había una escoba. Podía usar el palo para facilitarle
una salida. Me paraba. Tomaba la escoba. Descansaba su cepillo en la loza. El
palo no llegaba a la ventanilla. Me quitaba el cinturón. En el extremo del palo
ajustaba la hebilla. Hincaba la armadura de la ventanilla en uno de los
orificios del cinto. Tomaba distancia. El ratón no reaccionaba. No se percataba
de mi gentileza. Estaba tan yerto que hasta parecía muerto. Abría la canilla de
agua caliente. El ratón huía despavorido en dirección a la escoba. Trepaba por el
cepillo. Estaba funcionando. Superado el palo comenzaba a circular por el cinto.
Arribaba a la ventanilla. Yo lo observaba, siempre atento, del otro lado de la
bañera. Se perdía de vista. Me sentía un personaje de la mitología griega.
Sofía volvía a dirigirme unas palabras. Se la oía preocupada. Me disculpaba por
la ausencia. Buscaba a un tal Miguelito. Miraba la ventanilla. El ratoncito era
su animal de compañía y yo acababa de expulsarlo. Desde luego fingía no haberlo
conocido. En buen momento enjabonaba mi cuerpo y sonreía. Si su inaudita
mascota la quería, tarde o temprano volvería.