Dos
días después volvía a llover. Un nuevo mediodía me incitaba a meter algún
alimento en mi estómago hambriento. Bostezaba, se los había dado al gato. Tal
vez era la tarde. Si a veces perdía la noción del espacio, imaginen lo que podía
sucederme con el tiempo. Estaba sentado en la escalera, con la espalda apoyada
en la rugosa pared, cortándome las uñas de los pies, a metro y medio de la
puerta que daba con el sótano. Astor no reaparecía, pero en el cielo irrumpía
un avión negro. Volaba a mucha altura. No estaba alucinando. Me había quedado atónito.
Entusiasmado, comenzaba a subir la escalera. Mi mirada pasmada no se despegaba
de aquel objeto en movimiento que con mucha prisa surcaba el cielo. Finalizada
la escalada, tropezaba con un escombro. Mi codo derecho había salido ileso. Me
paraba. En todo caso me incorporaban las esperanzas. Alzaba los brazos. Por
momentos enviaba saludos de manos demostrando lo mucho que estaba echando de
menos a los seres humanos. Brincaba de alegría. No me importaba que mis axilas
olieran feo. El avión seguía circulando y con su fugaz paso giraba mi cuerpo
para no dejar de contemplarlo. Con mis manos cansadas sujetaba mi cráneo,
rechazando la tentadora idea de ir en busca de mi moto para no perderle el
rastro. Había parado de llover. El solo hecho de estar a la intemperie
representaba un gran riesgo. Los pájaros habían sido suplantados por aparatos
alados. El avión se perdía de vista entre unos edificios muy altos.
Desaparecía. Llorisqueando como un niño aflojaba las piernas para arrodillarme
en el suelo. El filo de un cascote me lastimaba la pierna. Recordaba a mis
seres queridos. ¿Había sido testigo de un avión de reconocimiento? No lo sabía
pero me sentía agraciado. De todos modos el destierro era indeseado. Ni
siquiera era un mal necesario. Tenía pensado resistir hasta tanto los aparatos
fuesen exterminados. Nuestro planeta no se merecía semejante calvario. El
hábitat natural de esas porquerías era el sofocante Mercurio. De más está decir
que los quería ver derretidos. Acongojado, regresaba a mi sótano.