lunes, 15 de febrero de 2016

DRONES, LA INVASIÓN (EPISODIO #65)



Desesperado, corría la puerta. Astor sorprendía desde el primer escalón, quietito como una pinturita. Sin vacilar me agachaba para cogerlo desde su pecho. Él se dejaba alzar sin imponer resistencia, mientras la bestia mecánica merodeaba por mi patio y todo vibraba, incluso mi alma. Apenas podía verle las enormes patas que lo movían. Se oían estruendos, como si en aquel momento estuviese demoliendo casas. Probablemente la pared medianera, mi casa ya había sido derruida. En cuestión de segundos montábamos en moto eléctrica. Había metido el gato entre mi pecho y la camisa abotonada. Astor usaba las garras para sujetar la tela y asomar sus orejas. Por momentos me rasguñaba, no me dolía. Parecíamos amigos de toda la vida. Teníamos que escapar. Permanecer en esa cueva implicaba la rendición, y una muerte segura.  El coloso de metal acortaba distancia. Sus pasos erizaban mis nervios. Era un hecho que nos había descubierto. Por mi parte fijaba la mirada en la rampa precaria. Buscaba concentrarme. Aferrando mis manos a las manetas, aceleraba, decidido a prolongar nuestras existencias. Astor maullaba. Parecía un bebé. Las ruedas de la moto ya circulaban por las maderas. En buen momento recorríamos toda la escalera. Nos deteníamos en la planta baja. El motor rugía, cual león pero con las patas de una chita. Pese a todo, éramos la presa y el aparato, un dinosaurio carnívoro. Teníamos que distanciarnos. A mi lado derecho estaba el patio, y esa bestia que con mucha prisa avanzaba para pisotearnos. Giraba a la izquierda. Necesitábamos atravesar la superficie escabrosa. Imaginen un campo de batalla, arrasado por bombas y granadas, todo era desechos y restos de la casa que los malditos despiadados me habían derribado. No disponíamos de tiempo, ni siquiera para pensar una estrategia. Circulábamos por los escombros o conocíamos la parca sangrienta. Besuqueando la nuca del gato, aceleraba. En lugar de palos, la vida nos ponía escombros en las ruedas. Un cascote nos detenía. Apoyando los pies en la superficie retrocedía para de inmediato perseguir otra salida. Una y otra vez se repetía la escena, y el maldito aparato no se detenía. Lo teníamos encima. No más de quince metros postergaban nuestras vidas. Para nuestro calma era lento, lo suficiente como para permitirnos llegar a la vereda y elegir la dirección de nuestro próxima correría.