Desesperado, corría la puerta. Astor sorprendía desde el
primer escalón, quietito como una pinturita. Sin vacilar me agachaba para
cogerlo desde su pecho. Él se dejaba alzar sin imponer resistencia, mientras la
bestia mecánica merodeaba por mi patio y todo vibraba, incluso mi alma. Apenas
podía verle las enormes patas que lo movían. Se oían estruendos, como si en
aquel momento estuviese demoliendo casas. Probablemente la pared medianera, mi
casa ya había sido derruida. En cuestión de segundos montábamos en moto
eléctrica. Había metido el gato entre mi pecho y la camisa abotonada. Astor
usaba las garras para sujetar la tela y asomar sus orejas. Por momentos me
rasguñaba, no me dolía. Parecíamos amigos de toda la vida. Teníamos que escapar.
Permanecer en esa cueva implicaba la rendición, y una muerte segura. El coloso de metal acortaba distancia. Sus
pasos erizaban mis nervios. Era un hecho que nos había descubierto. Por mi
parte fijaba la mirada en la rampa precaria. Buscaba concentrarme. Aferrando
mis manos a las manetas, aceleraba, decidido a prolongar nuestras existencias.
Astor maullaba. Parecía un bebé. Las ruedas de la moto ya circulaban por las
maderas. En buen momento recorríamos toda la escalera. Nos deteníamos en la
planta baja. El motor rugía, cual león pero con las patas de una chita. Pese a
todo, éramos la presa y el aparato, un dinosaurio carnívoro. Teníamos que
distanciarnos. A mi lado derecho estaba el patio, y esa bestia que con mucha
prisa avanzaba para pisotearnos. Giraba a la izquierda. Necesitábamos atravesar
la superficie escabrosa. Imaginen un campo de batalla, arrasado por bombas y
granadas, todo era desechos y restos de la casa que los malditos despiadados me
habían derribado. No disponíamos de tiempo, ni siquiera para pensar una estrategia.
Circulábamos por los escombros o conocíamos la parca sangrienta. Besuqueando la
nuca del gato, aceleraba. En lugar de palos, la vida nos ponía escombros en las
ruedas. Un cascote nos detenía. Apoyando los pies en la superficie retrocedía
para de inmediato perseguir otra salida. Una y otra vez se repetía la escena, y
el maldito aparato no se detenía. Lo teníamos encima. No más de quince metros
postergaban nuestras vidas. Para nuestro calma era lento, lo suficiente como
para permitirnos llegar a la vereda y elegir la dirección de nuestro próxima
correría.