Me estaba secando los genitales cuando repentinamente oía
un estrépito. Algo había golpeado el techado con desaforada rudeza. El fragor
ensordecedor de la guerra en la que involuntariamente estábamos envueltos me
hacía tirar la toalla al suelo. No me estaba rindiendo. Rita había
desaparecido. De pronto Sofía sorprendía dándole puñetazos a la puerta. La
estaba derribando. ¡Tenemos que irnos!, ordenaba con los estribos perdidos. Acataba,
saliendo de la bañera en busca de mis atuendos, con el cuerpo mojado y un frío
gélido en el pecho. ¡Diablos!, otro estruendo erizaba mis nervios. Rita
reaparecía tras salir volando como un jet desde el retrete. Chocaba contra las
paredes, se estaba desplumando. Turbado, cogía mis vestimentas. Un nuevo estruendo
estremecía los cimientos de la construcción y me forzaba a destrabar la puerta.
Apenas había alcanzado a ponerme el calzoncillo y las zapatillas.