Frustrado,
regresaba a casa con las manos vacías. Pese al fiasco, saciaba la imperiosa
necesidad de alimentarme tras recordar que había almacenado tres turrones en la
alacena de la cocina. Aquella noche navideña el destino antojadizo quiso que mi
tío los rechazase. Recuerdo cuando le dije: “llevatelos para cuando no tengas
nada en la heladera”. Finalmente se habían quedado conmigo para sosegarme. ¿Qué
sería de él? No podía contactarle. Me mortificaba sobremanera no poder comunicarme
con mis familiares. Pasaba un calvario. La soledad me ofuscaba demasiado. Me
sentía más solitario que aquel perro escuálido que casi me come la pierna de un
mordisco. A pesar de tanta desgracia, una paloma blanca se había metido en mi cocina.
Estaba desorientada. Era casi un hecho que un drone había querido aniquilarla.
Por momentos me juntaba con ella, porque casi no se movía, pobrecita, si hasta
parecía una estatuilla. Cada vez que la observaba divagaba con que me decía: ¡mira
en lo que nos han metido! Vaya extrañeza, nos comunicábamos sin hablarnos. ¿Era
acaso una de las pocas sobrevivientes? Estaba sola, como yo, que ya llevaba
varios días sin ver a mi novia. Mi pareja se llamaba Josefina. La extrañaba en
demasía. Quizá podía relajarme tomando mates en la cocina, pero como dice el
tango, “ni yerba de ayer secándose al sol”, tenía. Mi vida era una verdadera
pesadilla.